Es sábado por la tarde, tengo que ir al centro y no circulan muchos transportes públicos. Me apresuro a llegar a la parada donde hay un autobús aparcado esperando para empezar su itinerario. Está vacío. Subo, y mientras paso la tarjeta por la máquina, saludo al chófer: ¡buenas tardes! Ninguna respuesta, parece que ni siquiera me ve. Me muerdo la lengua antes de que salga de mi boca un comentario provocador y nada benévolo con él y voy a sentarme. Pero, ¿en qué mundo vivimos? Ni siquiera un mínimo de educación… El autobús sale y el sabor amargo rápidamente da paso al recuerdo de un cuento leído en los últimos días.
Nos encontramos en Irlanda, en la ciudad verdísima de Cork. Un autobús se aproxima a una de las paradas. El conductor William ve en la acera una anciana que tiene los zapatos desatados. Desde su asiento, William la advierte, pero pronto se da cuenta de que la anciana es demasiado inestable como para ser capaz de doblarse hacia abajo… ¿Qué hace William? Apaga el motor y se baja. En ese momento, una estudiante, Clara, que se encuentra a bordo del autobús, toma una foto de William agachado bajo la pierna fina de la mujer cuya mano se apoya en su hombro en un gesto de confianza y gratitud. Cuando el autobús retoma su recorrido, la anciana le envía un beso soplado a mano.
¿Qué hace Clara? Publica la foto en Facebook (que, por supuesto, se vuelve viral) y comenta que este pequeño gesto había marcado un cambio en su jornada.
Un hecho ‘mínimo’, el de William, pero que llega al corazón. Y no sólo para el corazón de Clara.
Me hace sentir bien el coraje del conductor que desafía a la incomprensión de los pasajeros y se inclina sobre la fragilidad de una anciana. Me hace sentir bien su gesto sin palabras, que afirma con fuerza la prioridad de las personas en cualquier situación. Por supuesto, no siempre se podrá parar un autobús pero, ¿cuántos gestos pequeños podrían llenar nuestras jornadas si miráramos a nuestro alrededor buscando una “conexión” con lo que nos rodean? Si dejáramos de escuchar a los que nos hacen creer que con el aumento de la dificultad y de la desesperación nos salvaremos sólo si aprendemos a ser más egoístas, que no hay que distraerse demasiado por las necesidades de los demás y ahorrar energía para dedicarnos a nosotros y, si queremos, a los más cercanos, y nada más …
En un mundo donde muchos están preocupados porque su barrio sea tranquilo, que su comunidad no tenga demasiadas peleas o incluso, simplemente, que su patio se quede arreglado, un conductor que para un autobús para cuidar a una anciana es un verdadero “explorador” en una selva. Un explorador de la felicidad, la que a menudo tenemos al alcance da la mano y que dejamos que se nos escape tontamente, agarrados a nuestra prisa y a nuestra distracción existencial.
He llegado a mi destino, bajo del autobús decidida a seguir saludando a todos los conductores, me respondan no. Y sobre todo, convencida de que vale la pena explorar cada día estos oasis de felicidad.