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Reflexiones en el autobús

Son las 16:30 de un martes, voy en el autobús, que no va muy lleno; como siempre, miro a mí alrededor… Es más fuerte que yo: detrás de un rostro, de una expresión de los ojos, del modo de sentarse o estar de pie, puedo intuir  algo de la persona que pasa a mi lado.  A veces es difícil cruzar una mirada, pero cuando ocurre, a través de  una sonrisa, del  recoger un poco las piernas para dar espacio a los que están en frente o ceder el asiento a  alguien que necesita más que yo ir sentado, enciende una chispa que nos hace sentir, al menos por un momento, en sintonía.

Decía que eran más o menos de 16.30; al autobús sube  una chica delgada que se sienta delante de mí, donde había dos sitios vacios: va con la mirada baja, con la mano derecha aferra literalmente su iPhone, con la otra mano arrastra su bolso sobre el asiento vacío. Apenas se sienta comienza a teclear con las dos manos sobre el móvil. Otra chica sube al autobús que ve el lugar vacío ocupado por una bolsa y susurra un  «¿puedo por favor?» Nada, la chica que teclea frenéticamente sobre su móvil ni siquiera la ve. La que acaba de entrar entonces toca ligeramente su hombro y la otra sin mirarla y sin decir una palabra agarra la bolsa y la pone sobre su  regazo, mientras sigue tecleando. Unos segundos más tarde la segunda chica saca su iPhone y se pone también ella manos a la obra.
Me sobrecoge un sentido de malestar… y de tristeza por las dos chicas. Tal vez las dos tenían cosas urgentes que comunicar, pero concentradas sobre sus juguetes tecnológicos se han perdido una ocasión de actuar como personas capaces de establecer relaciones y transmitir sentimientos.
Recuerdo un pensamiento del gran George Bernard Shaw: «El peor pecado contra nuestros semejantes no es el odio, sino la indiferencia: Esta es la esencia de la inhumanidad».  Estaba en lo cierto, es esa indiferencia que me llega  como una bofetada cuando, por ejemplo, caminando por la acera, veo precipitarse sobre mí a alguien que viene en dirección opuesta y no me ve porque va hablando por teléfono o escribiendo un mensaje en su móvil, o me veo casi aplastada por grupo que viene concentrados en su charla o en sus juegos y caminan como si fueran los dueños de la ciudad sin darse cuenta de lo que sucede a su alrededor. De acuerdo, basta echarme a un lado o detenerme y todo resuelto, pero me he prometido a mí misma de probar alguna vez a no cambiar trayectoria o no pararme para ver qué sucede, dispuesta incluso a recibir un encontronazo.  Hacerlo con un sentido de altruismo: ayudar a los demás a que se den cuenta  que caminamos, estamos y existimos también otros que transitamos por el mismo camino. No somos islas enloquecidas.

Hace tiempo me había impresionado una afirmación de  Gianrico Carofiglio, magistrado y escritor italiano: para él la atención es una virtud moral y decía: «Estar atentos significa ser justos con uno mismo y con los demás… Las personas atentas son curiosas y activas, estudian y trabajan  con entusiasmo, compromiso y pasión; escudriñan las necesidades de los demás y son capaces de ayudar”.

Me levanto del asiento, he llegado a mi parada, se levanta también una de las chicas que sigue tecleando sobre su móvil, se abre la puerta del autobús y baja concentrada sobre la pantalla de su iPhone, aislada  en su mundo.

Mientras atravieso la calle para llegar puntual a la redacción, meto en mi bolso un poco de sencillez y de humildad,  con la decisión de incorporar  más «atención» en mi estilo de vida. No me gustaría que eso sucediera  a mí, como decía el magistrado y escritor que citaba antes que «Mientras pasaba la  Historia no estábamos realmente aquí. Y ni siquiera en otro sitio”.

 

Mujeremprendedora n. 152, octubre 2013

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