Hay un prejuicio difundido en el sentir general, que el trabajo femenino sea una consecuencia de la modernidad. Vayamos atrás en el tiempo: en los albores de la historia de la humanidad los hombres eran cazadores y la cacería, junto a los frutos silvestres, constituían la base de la alimentación humana; pero las mutaciones en las condiciones ambientales – clima mas cálido y seco empujaba a los animales a emigrar – y/o (según las varias hipostasis de los especialistas) el crecimiento demográfico ponía difícil la supervivencia con la única economía de caza y recolección. Este hecho estimuló la inventiva en los humanos y provocó el nacimiento de prácticas de cultivo con el consecuente aumento progresivo de los recursos alimentarios. La agricultura, por tanto, permitió a la humanidad multiplicarse y extenderse por nuevos territorios. Y así, (sin dejar del todo la prudencia de los estudiosos) podríamos decir que la agricultura fue una iniciativa de la mujer, que se ocupaba de recolectar mientras los hombres iban de cacería.
Hecha esta premisa, el adjetivo “rural” junto al de mujer nos habla de una condición vivida en miles de variables en el espacio y en el tiempo, una condición laboral entre las más antiguas de la humanidad, donde todavía hoy la mujeres representan mucho más de la mitad de su fuerza trabajadora y son, se podría decir, parte constitutiva del mundo agrícola.
Habría que arar la historia en modo diverso, liberándola de esos lugares comunes como el del confinamiento de la mujer en casa, dedicada a trabajos domésticos o en algún caso al jardín o a un huertecillo.
Pensemos, por ejemplo, a la condición femenina del mundo agrícola europeo, desde la edad media en adelante: la mujer no se limitaba a espigar o vendimiar, sino que además azadonaban, quitaban las malas hierbas, sembraban y cosechaban, gobernaban el ganado y trasportaban grandes cargas. Una de las características de la mujer rural, que rara vez se ha puesto en evidencia, es su capacidad-disponibilidad. Empujadas seguramente por la necesidad desarrollaban una gran ductilidad e inventiva, cualidades por las que asumían los más variados papeles productivos, para después convertirse también, por poner un ejemplo, en vendedoras en el mercado. A la mujer rural se le requería competencias como flexibilidad, capacidad de improvisación, de adaptación, de reprogramación de tiempos y recursos, de individualizadora de oportunidades, de administradora de bienes y saberes familiares, de gestora de relaciones. Elementos de gran modernidad y actualidad, identificativos en las mujeres rurales de hoy, que cada vez más van revistiéndose de roles directivos en medianas y grandes empresas, manteniendo ese papel aglutinante que todavía hoy une tierra y familias.
En muchos casos la abnegación, la sensibilidad, la tenacidad femenina y la destreza en la economía domestica, han transformado actividades económicas mínimas en empresas en la que los recursos humanos, capital e ingresos han puesto en valor bienes que de otra manera hubieran sido solo instrumentos útiles para la supervivencia de una familia.
La tradición mira al futuro, por tanto; la mujer que conserva para proponer, que protege para valorizar. El futuro de la agricultura pasa por la mujer. Y si un viejo proverbio chino dice:” las mujeres sostienen la mitad del cielo”, ¿no podríamos quizás decir, pensando en las mujeres rurales, a las que se dedica la Jornada Mundial del 15 de octubre, que “la mujeres sostienen la mitad del cielo y de la tierra?
Anna Conte – Mujeremprendedora n. 141, octubre 2012)