El diario francés Le Monde publicó el 27 de julio un editorial escrito por su director Jérôme Fenoglio titulado ‘Resistir a la estrategia del odio’. Lo escribió el día después del brutal asesinato, al grito de ‘Alá es grande’, del padre Jacques Hamel en su parroquia, durante la misa, que a las pocas horas revindicó el DAESH. Al final del editorial, Fenoglio anunciaba que el periódico francés no publicaría nunca más fotografías de los terroristas para evitar cualquier tipo de exaltación “póstuma”. Otros medios de comunicación (prensa, radio, televisión) seguirán la misma línea a los pocos días.
La decisión es el resultado de una reflexión profunda sobre el papel de los medios de comunicación y la influencia de sus opciones en la sociedad. Una elección contracorriente, aplaudida por muchos profesionales de la información.
Todos sabemos que el periodista está obligado a dar noticias relevantes, pero es bueno preguntarse si es igualmente consciente de que también es responsable de la forma en que las da y de todas las posibles implicaciones que puede tener la forma en que elige darlas. Informar, no lo olvidemos, significa también saber manejar la información con criterios de importancia y de responsabilidad.
Sin embargo, hoy en día, sean los medios clásicos o las redes sociales, dan una gran visibilidad a personas, acontecimientos y organizaciones deplorables. De hecho, mientras horribles son las personas y más deplorables y aterradores son los hechos, más cobertura se les da, más visibilidad y más se detallan sus características, describiéndolas, comentándolas y lanzándolas en una especie de turbina tóxica y sin freno.
Todo esto, por supuesto, nos parece justificado, porque la indignación, la condena, la estigmatización y la narración sin fin del terror son legítimas, necesarias e incluso virtuosas… ¿No es así?
Suponemos que todos actúan de buena fe, que quieren y deben denunciar ampliamente, y con la mayor fuerza, fenómenos y acciones individuales objetivamente repugnantes.
Pero, al hacerlo, inadvertidamente refuerzan (y por lo tanto de alguna manera ‘celebran ‘) el fenómeno o la persona que desean condenar, dándole una visibilidad que supera el alcance de la propia noticia y que se extiende como el hongo de una bomba atómica. De este modo se refuerza justamente lo que se quería censurar. Y, lo que es peor, se abre la puerta a la emulación.
Un periodista italiano del Corriere della Sera, Beppe Severgnini va más allá, diciendo: “Corremos el riesgo de convertirnos en la oficina de propaganda de los nuevos monstruos y proporcionar instrucciones a los futuros asesinos…”. Y lanza un consejo valioso: “Todos, en los periódicos, en la televisión, en los medios online y en las redes sociales tenemos que aprender a pesar las palabras”.
En el sistema mediático actual la visibilidad en sí misma es al mismo tiempo deseada, perseguida y valorizada. Sin embargo, por desgracia, las noticias horribles, los malos comportamientos de todo tipo, generalmente obtienen en los medios un espacio muy superior a las noticias y a los comportamiento virtuosos. De este modo, sucede que, a menudo, los medios de comunicación castiguen a los que tendrían que ser premiados callando o no valorando suficientemente sus acciones, premiando en términos de visibilidad a los que debería ser castigados y condenados.
“El odio se mueve más deprisa que las buenas noticias”, dice el antropólogo indio Arjun Appadurai, y añade: “el reto de profesionales de la comunicación es el de producir información sobre el progreso y la justicia, esperando que llegue tan lejos como la que difunde la ira, la frustración y la envidia”.
¿Qué hacer? Permanecer en silencio o indiferentes no puede ser la única alternativa, aunque en algunos casos sea bueno aplicarlas. La responsabilidad de informar exige razonamiento, moderación, saber distinguir, mantener bajo control las emociones, proceder con cautela, reducir las reacciones automáticas, pensar en las consecuencias y elegir lo que puede (o no se puede) decir o mostrar. Un ejercicio difícil, sin duda, y sin embargo posible.