Un titulo plástico y eficaz, el que puso el escritor italiano Carlo Levi a su libro de denuncia sobre la situación en Sicilia en los años 50: «Las palabras son piedras». Una expresión, que tomada en su riqueza y variedad de significados, nos recuerda que las palabras deben tener su peso, su fuerza y eficacia; deben tener una correspondencia biunívoca con la realidad, es decir, con los conceptos y las cosas.
Hoy, sin embargo, se hace – o más bien, lo hacemos todos, porque el vicio no es solo de los políticos o de los líderes de opinión, del vicio nos hemos contagiado todos – un uso instrumental de las palabras, que sirven para que hagan un cierto efecto y se pueda obtener un resultado ventajoso a nuestro favor; se lanzan hacia quien nos escucha y se espera a ver qué reacción producen, y una vez captada esta reacción podemos disponernos a modificar el sentido de la primera posibilidad, desplazando el eje del discurso de nuevo a nuestro favor, o negando las afirmaciones hechas, incluso lamentando además el no haber sido comprendidos.
Alejandro Manzoni, dijo que «las palabras tienen un impacto en la boca y otro en los oídos”. Tremenda verdad, porque la palabra parece servir más a quien habla, que al que escucha. Y sabiendo que «además es susceptible de cambio» hoy se utiliza a menudo con frivolidad, revelando una terrible realidad; que a menudo detrás no vive ningún pensamiento u opinión segura a la que seguir. Dicho de otra manera: la palabra, apenas pronunciada, muere.
No pensaba del mismo modo Emily Dickinson, que se expresaba así en estos hermosos versos: “Algunos dicen que/ cuando se ha dicho / la palabra muere / os digo sin embargo que / en ese preciso día / empieza a vivir.» La palabra vive cuando se convierte en acción, cuando es efectiva, cuando tiene peso, cuando contiene un valor intrínseco, cuando está impregnada del pensamiento que la crea y tiene un objetivo que la materializa. Entonces es como una piedra que puede dar en el blanco. De lo contrario, las palabras son un río en libertad, y quien mucho habla, con toda probabilidad poco piensa.
No quisiera dar la impresión de señalar a alguien con el dedo, trato solamente de compartir algunas ideas que uso para medir el sentido que doy a mis palabras, dichas y escritas; para interrogarme sobre los titulares, a veces intrusivos e irrespetuosos, con los que nos bombardean ciertos medios de comunicación a diario, pero sobre todo me sirve para tomar conciencia de la riqueza inconmensurable de la palabra y de la necesidad de recuperar y sublimar una de sus capacidades, la principal quizás: entrar en diálogo con otro, con los otros. A menudo me pregunto si realmente sabemos lo que significa dialogar, si vemos en nuestros interlocutores personas a las que respetar y de las que podemos aprender.
Hay un inmenso tesoro, en el interior del corazón y de la mente de cada ser humano, y la palabra es el límite entre el interior y el exterior, así pensaba Lorenzo Milani, un gran educador y formador italiano que daba clases a campesinos y obreros. Milani veía la necesidad de poseer «…el dominio sobre la palabra, en la de los demás para comprender la esencia y los límites precisos, en la propia para que pueda expresar la infinita riqueza que la mente contiene” En sus lecciones, se detenía sobre las palabras y su etimología, se las hacia vivir a sus «estudiantes «, convencido de que enseñar las palabras quiere decir enseñar los contenidos de todas las ciencias y el significado de todas las cosas. «La palabra – decía – es la llave mágica que abre todas las puertas. Llamo hombre a quien es dueño de su lengua”.
Mujeremprendedora n. 148, mayo 2013
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